sábado, 3 de noviembre de 2012

ENTERRANDO A MAMÁ (PARTE 1)

Arrojó el último clavel sobre la tierra recién removida, recién esparcida, y la primera sensación fue la de una cadena rota. Ya está, no vale la pena seguir llorando, derramar una sola lágrima más.
La saludaron los deudos, se despidieron uno por uno de ella y la dejaron sola
-Disculpe señorita, quisiera saber si ya se marcha o si la esperamos unos minutos más- el chofer de la funeraria aguardó el sí o el no; ahí estaba, fría e inmutable, dura y vacía.
-Bueno, vamos, ya me harté de mi mamá, lléveme a casa por favor- Sofía en realidad no estaba para nada triste por la muerte de su madre. Ese ruido a cadena rota que sacudió su cabeza fue eso: desencadenarse (y alguno apuesta a que tarde, algo tarde, quizá tarde, demasiado tarde, muy tarde, probablemente tarde, a todas cuentas tarde, silenciosamente tarde, implacablemente tarde, tarde a secas) a los 37 años. Viajaba en el auto y aún permanecía con su mente en la nada, el chofer de tanto en tanto miraba por el espejo pero ni prestó atención... obvio, de más está explicar.
-Llegamos señorita, mis pésames y que tenga un mejor día-
-Ya me siento mejor así como estoy, me siento persona de nuevo-
-¿Perdón?-
-Me harté de mi mamá, al fin voy a ser yo. Que quede entre nosotros, por favor- en voz baja.
-Como diga, señorita-
-Gracias por traerme a mi casa- caminó a paso cansino y abrió la puerta. Apenas cerró, se sentó en el piso y revoleó los zapatos a la mierda. Se tomó de los pelos y largó un llanto cerrado. Así un largo rato. Hasta que ese llanto trastocó en sonrisa socarrona.
-¡¿Tenías que morirte para que yo pueda vivir como quiera?!-

La siesta fue larguísima. Sofía se despertó casi a las 10 de la noche. Todavía tenía puesto el vestido negro del velorio. Todavía tenía olor a claveles encima. Todavía tenía olor a muerto. En un ataque, se desnudó y bajó al lavadero. Metió todo en un balde de metal, lo roció con kerosene y lo remató con un fósforo. Fue al equipo de música y puso los Doors como provocando al alma recién desprendida de doña Hortensia. Con los acordes de The end, le cantaba al balde humeante. Acompañada por la voz de Jim Morrison, se bañó apresurada para lavar la noche fúnebre.
Mientras se secaba, prendió el celular y revisó las decenas de mensajes recibidos. Todos sabían de la pésima relación entre madre e hija. De la opresión a la que la sometía. Del miedo que paralizaba y la ataba.
-Seguro estarás festejando, yo te conozco- fue el primero que leyó de su amiga Fernanda.
-Mañana te llamo, pero te imagino festejando, hija de puta- fue el de un ex compañero de trabajo. Trabajo al que debió renunciar por lo imaginado; la madre no soportaba la idea de verla rodeada de muchachos en celo, deseosos de llenar su huequito mágico...

Sofía es única hija. Su padre murió hace 20 años. En esos 20 años no vivió, condenada a soportar a Hortensia y sus manías. Todo trabajo que consiguió, lo perdió. Todo muchacho interesante y de los otros que conoció, los perdió. Toda amiga que pudo hacer más leve su pesar, la perdió. Todo sueño y deseo imaginado, los perdió. Mientras se ponía el camisón y se aprontaba para su primer noche sola, por primera vez en su vida, echó mano a su memoria y lamentó lo que muchas veces dijo a varias personas:
-¿Por qué no se murió esta vieja de mierda en vez de mi papá? ella lo mató con ese veneno que tiene en el alma, es una víbora-